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miércoles, 18 de marzo de 2015



LA SOCIEDAD Y LA EXISTENCIA DE DIOS

                       
Numerosas teorías a lo largo de la historia han intentado demostrar la existencia de Dios. Descartes decía que la idea de Dios es innata en las personas. Santo Tomás argumentaba que la afirmación “Dios existe” es una verdad evidente, pero no para nosotros; así se podrían rellenar folios y folios. Pero hoy, en pleno siglo XXI, no hay ningún argumento convincente sobre la existencia de Dios. La RAE define a un dios como un “ser supremo que en las religiones monoteístas es considerado hacedor del universo”; sin embargo, la teoría del “Big Bang” está cada vez más aceptada como explicación a la creación del Universo.

Entonces, si es imposible probar la existencia de Dios, ¿por qué desde tiempos inmemoriales se ha creído en un ser supremo? Desde mi punto de vista, la respuesta a esa pregunta gira en torno al misterio de la muerte, de lo desconocido. Los humanos no nos queremos resignar a pensar que, después de morir, seremos cenizas o restos de materia orgánica; nos aterra. Queremos pensar que iremos al cielo, que nos reuniremos con nuestros familiares muertos, que resucitaremos, que nos reencarnaremos. Creo que hay mucha gente que se plantea creer en Dios por miedo, por si existe Dios; porque si existe y no crees, puede que vayas al “infierno”. Es una manera de buscar o encontrar el sentido a la vida.

Yo no creo en Dios, pero me dan cierta envidia las personas que creen de verdad en Dios (la mayoría de personas que conozco dicen que creen por no parecer extrañas en un país creyente, ésas me producen lástima); éstas encuentran en Dios, a menudo, una motivación en momentos difíciles, un sentido a sus vidas. El creyente tiene más seguridad en sí mismo, no se ve ante el abismo de dejar de existir en el futuro. Estoy muy de acuerdo con el pensamiento de Carl Sagan con respecto a que las creencias de un creyente “están basadas en una enraizada necesidad de creer”. También con Feuerbach, que decía que no era el hombre el que había sido creado a imagen y semejanza de Dios, sino que era el mismo Dios, el que había sido creado a imagen y semejanza del hombre. Pienso que Dios es una invención humana para darle un sentido a la vida, y, sobre todo, para darle un sentido a la muerte.

Yo nunca he sido creyente convencido (de esos que van a misa todos los domingos), pero sí que hasta hace unos años no me planteaba nada sobre la existencia de Dios. Puede ser que en mi cabeza rondara una idea similar a la de la “verdad evidente” de Santo Tomás; toda mi familia cree, desde los 3 años he ido a un colegio jesuita y se me ha educado desde el ideal de que no creer en Dios es algo malo. Cuando me empecé a plantear en serio mi posible fe, fue en una visita hace 2 años a Covadonga. Fui con mi hermano porque íbamos a subir a Los Lagos, ver la ascensión y ver el espectacular paisaje de los Picos de Europa. Ya que estábamos, nos acercamos (con más interés artístico y paisajístico que religioso) a ver el Santuario de Covadonga, y un chico joven me hizo una encuesta sobre las religiones. Cuando me preguntó si era creyente, ateo o agnóstico no sabía que responder. Mientras estaba unos segundos pensando, el voluntario me preguntó si creía en un ser superior creador del mundo. Esa pregunta fue más fácil para mí y, al instante, respondí que no. El chico me dijo: “ateo entonces”. La encuesta siguió y terminamos unos minutos después, pero esas palabras seguían retumbando en mi cabeza. Era raro. Me había sentido ofendido, como si me hubiera insultado. Estaba fuera de mis casillas, de mis estándares. No sé si en la sociedad en general, pero, por lo menos, en mi caso particular, la palabra “ateo” tiene connotaciones negativas, parece un insulto, y no debería ser así. El caso es que el hecho de que alguien me dijera que era ateo, me hizo plantearme si yo era de verdad ateo, si de verdad no creía. Y fue cuando llegué a la conclusión de que sí que era ateo, y desaparecieron de mi cabeza las connotaciones negativas de la palabra. Puede parecer una historia o una experiencia muy tonta, pero estoy seguro de que entre mi núcleo de compañeros del colegio, si les preguntas, casi nadie te diría que es ateo; sin embargo, son la excepción los que creen en Dios (aunque casi todos se han confirmado). Prácticamente, ninguno se ha querido plantear si cree de verdad, o si no cree de verdad; se confirman por la inercia del grupo, porque piensan que si no igual decepcionarían a sus padres o a sus abuelos, por los regalos… Son los mismos que si, por A o por B o por H, les dijeras que has encontrado el sentido de tu vida en Alá, el dios de los musulmanes, te dirían que estás loco; los mismos que no respetarían tu decisión como si Alá no pudiera existir y Dios sí. Son los mismos que se consideran cristianos y neoliberales a la vez, cuando se podría decir que la filosofía de vida de Jesús era totalmente contraria al liberalismo. Es extraño. Es triste. Es la sociedad actual, en la que lo raro es pensar, en la que lo raro es plantearse las cosas.

Pues bien, la aceptación generalizada de la existencia de Dios entre la sociedad, aunque (como se ha mencionado con anterioridad) sin reflexionar profundamente sobre ello generalmente, produce una serie de consecuencias. Podemos distinguir entre las consecuencias negativas y las positivas. La consecuencia negativa más clara es la interpretación literal de su teórica palabra, sin contextualizar lo que pudo decir la Biblia o el Corán (centrándonos en las dos religiones con más adeptos) en el tiempo en los que están escritos. Así, el cristianismo se ha negado en numerosas ocasiones a avances científicos y ha perseguido a brillantes intelectuales como Miguel Servet, Copérnico o Galileo. En el Islam, todavía en la actualidad y cada vez con más fuerza, muchas personas van a la “yihad” (la guerra santa) por su dios, siendo capaces de perder sus vidas por Alá. Esto, también, como en el cristianismo, ha provocado (y provocará) la muerte de gente inocente, como los ocho periodistas de Charlie Hebdo hace tan solo unos meses. En cuanto a las consecuencias positivas, voy a destacar el efecto placebo de Dios. Para ello, voy a utilizar unos ejemplos fáciles de entender: un futbolista que, justo antes de tirar un penalti decisivo, se santigua, va a tener en su mente que Dios le va a ayudar a golpear mejor el balón y, seguramente, tirará mejor el penalti (la acción de Dios en esta situación es imposible porque, en ocasiones, el portero también se santigua y es incompatible ayudar a los dos); o, una persona que tiene fiebre y reza para que le baje, convencida de que Dios se la bajará, seguramente se curará pronto porque el estado de ánimo es vital para ese tipo de enfermedades. Esto ayuda a mucha gente a ser mejores personas, a tener una vida mejor. Además, hay gente que sigue el ejemplo de la vida de Jesús y su filosofía de vida (hacer el bien) para, al morir, ir al cielo. Mientras la aceptación de la existencia de Dios en la sociedad sirva para guiar la vida de muchas personas hacia valores positivos, este hecho sólo puede tener consecuencias positivas. Si, por el contrario, la sociedad tiende a rechazar a las personas que no tienen su misma religión y a caer en fanatismos sin sentido, la existencia de las religiones y los dioses pueden causar marginación, dolor, sufrimiento y muerte.




Este texto se ha realizado para un trabajo de la asignatura de Religión (si no`para rato lo hubiera escrito jeje).

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